El Mercurio
26 de abril de 2016
La perspectiva histórica siempre ayuda a comprender el presente y a orientar caminos que permitan seguir avanzando. Se trata de identificar cómo se han ido enlazando los hechos que le dieron el carácter a cada etapa y cómo ese sello influyó en el progreso del país, a veces por iniciativa de los gobernantes, otras como resultado de dinámicas que no controlamos. Esta reflexión crítica nos permite (re)encontrarnos con las bases del progreso de los países.
La recuperación
El Chile de hoy se remonta a los años de la recuperación económica -tres décadas atrás-, cuando Büchi buscaba corregir los profundos desequilibrios que había dejado la crisis de 1982-83 e instalar los fundamentos necesarios para el futuro crecimiento. Devaluó el peso y bajó los aranceles; privatizó cuanto pudo; cambió la regulación a la banca, y aplicó una política de reducción del gasto fiscal y de incentivos tributarios para que las empresas recuperaran su patrimonio.
Esas políticas no se pueden desvincular del carácter autoritario del gobierno que las amparaba, aunque igual adquirieron notoriedad internacional a través del «Consenso de Washington», hoy fuertemente cuestionado como camino de progreso, porque no otorga un espacio a la colaboración social ni a la transformación productiva, imprescindibles para el desarrollo sostenido. Se trata de un realismo a secas, que no atiende ni entiende la indispensable viabilidad política de los proyectos.
De la convergencia a la exploración
Después del plebiscito de 1988 cambia el eje político y entramos al período de la convergencia. Chile se hace atractivo por el cambio que se estaba gestando, la profundización de la apertura y la responsabilidad económica. En sus primeras intervenciones, Foxley señalaba que el Gobierno buscaba «consensos que garanticen un proyecto de largo plazo».
Inspirado por Aylwin, el artesano de este proceso fue Cortázar, íntimamente convencido del camino trazado. Visitaba a Bustos en Parral y a Feliú en la calle Estado. Así se llegó al Acuerdo Nacional de 1990, que según Boeninger logró la concordancia sobre las grandes líneas del desarrollo. En la Enade de 1993, Aylwin dijo que su principal herencia «es el reencuentro de los chilenos», agregando que «la unidad no se logra de una vez y para siempre», sino que «se construye día a día».
Este período tiene un cierre difícil. En lo político, la nueva dirigencia empresarial se distancia del proyecto de los acuerdos, y el éxito electoral de Frei en primera vuelta lo lleva a concentrarse más en las modernizaciones. Así, la convergencia pierde fuerza y se produce un desgaste político. La elección parlamentaria de 1997 marca la irrupción de las «dos almas» de la Concertación y la insatisfacción ciudadana comienza a instalarse en el trasfondo del escenario nacional.
En lo económico, se sucede una serie de crisis externas que comenzaron en Asia en 1997, luego se contagió Rusia y finalmente cayeron Brasil y Argentina. Surge el movimiento anti-globalización, en contra del «Consenso de Washington» y del FMI. A comienzos de 2001 revienta la burbuja de las empresas punto.com y la caída de las bolsas continuó hasta fines del año siguiente. Siete años de «vacas flacas».
En estas condiciones emerge uno de los períodos más interesantes de estas tres décadas: la exploración. La dupla Eyzaguirre-Marcel tiene éxito en restablecer la credibilidad fiscal a través de la regla de balance estructural. Massad reformula la política monetaria, libera el dólar y abre la cuenta de capitales. En favor de los fundamentos económicos también tienen un rol el inicio de las negociaciones de los TLC con Europa y EE.UU. y la solicitud de acceso a la OCDE.
Surge una generación de dirigentes empresariales jóvenes, que logra una radical renovación en la relación público-privada: Claro, Philippi, Guilisasti, Somerville y Concha, entre otros. Con ellos, el Gobierno se embarca en la agenda procrecimiento, asumiendo el desafío de la reforma del Estado y de la transformación de la estructura productiva. Lagos viaja a Silicon Valley y le encarga a Boeninger diseñar instrumentos e instituciones para impulsar la innovación. Los ministros visitaban todos los parques tecnológicos que sus agendas permitían. La modernización de la infraestructura y los avances sociales generaban la sensación de que habíamos encontrado un camino que nos permitiría avanzar hacia el desarrollo, aun cuando el escenario internacional no fuese favorable. Bachelet continúa por esta senda hasta la crisis de Lehman Brothers en 2008, cuando todo el esfuerzo se vuelca al corto plazo.
Del entusiasmo a la confusión
Después de la crisis internacional fuimos capturados por el entusiasmo, que es una fase marcada por el súper ciclo del cobre. Poco a poco recurrimos a los «atajos» para enfrentar las dificultades, sin advertir el daño que se estaba causando al país. Se instaló la cultura de los bonos y los excesos se hicieron habituales. Uno de los primeros en observarlo fue Büchi, que en 2012 dijo que estábamos más preocupados de que nos suban el sueldo que de ser más productivos. El reciente testimonio del presidente de Codelco es elocuente: «La actual desaceleración nos permite revisar los años del auge económico con una mirada crítica… ver lo que hicimos… pensar si la próxima vez queremos cambiar y qué podemos hacer para que así suceda».
El entusiasmo abultó los presupuestos de 2011 a 2015; llevó a compromisos de gasto que hoy complican la política fiscal, y permitió a las autoridades sacar cuentas alegres. Mientras el PIB aumentó en 26% entre 2009 y 2015, el gasto público lo hizo en 60%, con frecuencia en programas de dudosa efectividad.
Pero el entusiasmo fue más allá: la colaboración público-privada se hizo innecesaria, los puentes de diálogo cayeron en desuso y la dirigencia empresarial fue abandonando el barco. Se renunció a la búsqueda de nuevos sectores de crecimiento y se desmanteló el Consejo para la Innovación y la Competitividad. La sensación de riqueza sobredimensionó lo financiero por encima de la economía real; pasamos desde las giras tecnológicas de los exploradores al formato «Chile Day» en los centros financieros mundiales. Nos despreocupamos de las instituciones, que Boeninger había definido «como el marco en el cual todos están dispuestos a jugar». Barrancones fue el caso emblemático de este error.
Entonces, cuando cambió el escenario internacional entramos en un período de confusión. La administración Piñera hizo una lectura errónea de las señales del fin del súper ciclo, evidentes desde mediados de 2013, cuando el cobre ya acumulaba una caída de 25%. Y el Programa de la Nueva Mayoría hizo una proyección económica demasiado optimista. El importante resultado electoral de Bachelet en la segunda vuelta fomenta el entusiasmo en la Nueva Mayoría y la lleva a embarcarse -con un estilo que no conocíamos- en lo que Eyzaguirre (ahora en La Moneda) describiría como una «vorágine de reformas» que el Gobierno no sería capaz de ejecutar «sin provocar excesivos conflictos». Comprobamos -una vez más- que el mayor riesgo de los cambios es no verlos venir a tiempo.
Reset
De acuerdo con esta breve historia, lo que corresponde en Chile es un reinicio (» reset «). Volver a la convergencia, concordar una estrategia que oriente el desarrollo del país. En estos 30 años hemos aprendido que todo proyecto debe moverse entre lo políticamente viable y lo económicamente razonable. Es lo que ya están haciendo Landerretche en Codelco y Ramos en la Comisión de Productividad, ambos con resultados concretos.
También la necesidad de fortalecer los fundamentos económicos, especialmente el control del déficit y el aumento de la efectividad del gasto, esfuerzo que está desplegando Valdés. Asimismo, un nuevo período de exploración para la transformación productiva. Aquí faltan actores y una estrategia que sustituya el verticalismo imperante en el Gobierno, para que vuelva a confiar en el mundo privado y en las relaciones horizontales.
Mirar a Chile con esta perspectiva de 30 años da muchas razones para ser optimistas. Es cierto que tenemos conflictos no resueltos y un escenario económico adverso, pero hemos acumulado una valiosa experiencia, por lo que el único riesgo real es no ponernos en marcha.
Fuente: El Mercurio, 26 de abril de 2016